sexta-feira, 10 de abril de 2009

Al filo del Holocausto. Por Jame Vandor


Conferencia de Jaime Vandor en Compostela (20.10.2007)

***


AL FILO DEL HOLOCAUSTO
Una infancia judía en la Budapest ocupada por los alemanes

Los temas que me propongo tratar a lo largo de esta conferencia son cuatro:

1. La Historia de Hungría, y en especial de la minoría judía, en los diez meses de la ocupación del país por las tropas de la Wehrmacht, el ejército alemán, concretamente a partir de marzo de 1944.
Paralelamente, mis vivencias, los recuerdos de mi infancia en el mismo período, con unas más breves referencias a la posterior ocupación soviética.
3. La extraordinaria actuación, todavía demasiado poco conocida en este país, de+un diplomático español, Ángel Sanz Briz, y de un aventurero italiano, el impostor Giorgio Perlasca, reciclado a la vez como heroico benefactor ante las nuevas circunstancias. Sanz Briz y Perlasca, los cuales, entre los dos, desde la Legación de España en Budapest y sin ninguna orden del Ministerio de Asuntos Exteriores español, salvaron la vida de unos 5200 judíos húngaros, entre los cuales tengo la fortuna de contarme.
4. Unas reflexiones sobre los niños en determinadas situaciones límite. ¿Qué significaba ser niño en un país avasallado sucesivamente por dos ejércitos en menos de un año, con las penalidades de la guerra, los bombardeos, el hambre, el asedio de la ciudad, y la deportación y la muerte acechando las 24 horas del día? ¿Es posible sacar denominadores comunes ante la inmensa variedad de situacio- nes y caracteres?¿Cómo sobrevivir, y sobre todo, cómo sobrevivir sin amargura?
En principio pueden parecer temas diferentes, y sin duda cada uno de ellos es merecedor de una conferencia. Sin embargo, en mi memoria, como judío superviviente de las persecuciones raciales y de la II Guerra Mundial, lo vivido de niño, los conocimientos sobre los hechos histórico-políticos, así como las reflexiones hechas a posteriori a lo largo de una vida, forman un todo inseparable.
x-o-x
Llamo esta conferencia Al filo del Holocausto, debido a que lo peor, que fueron los campos de exterminio, y también la vida y posterior destrucción total de los ghettos, como el de Varsovia, afortunadamente no lo he conocido.
Tenía yo once años cuando, en marzo de 1944, las tropas alemanas ocuparon Hungría. Los recuerdos de los diez meses siguientes, los llamados "diez meses trágicos" de la Historia de Hungría, permanecen bien grabados en mi memoria. Intentaré esbozar, con la historia de nuestra pequeña familia en primer término, todo el cuadro dramático de los judíos de Budapest en esa época. Por una parte nosotros éramos tres, mi madre, mi hermano y yo, por otra parte los judíos de la ciudad, unos 220.000, también éramos "nosotros": la minoría perseguida, acosada, expoliada y martirizada a la que pertenecíamos.
Sin duda los recuerdos relativos a una refugiada austríaca y sus dos niños le pueden llegar más fácilmente al oyente que los datos referentes a una masa de 220.000. Sin embargo, los datos políticos o históricos son necesarios para comprender cómo funcionó el mecanismo de la persecución, cuál era el mundo en que se movía el perseguido, de qué modo reaccionó el resto de la población, y a qué causas se debió el que, a pesar de todo, lograse sobrevivir más del cincuenta por ciento de los habitantes judíos de la capital, cuyo ghetto fue el único de los establecidos por el régimen hitleriano que conoció la liberación.
Mi madre: nacida en Czernowitz, capital de la Bukovina, región al Noreste de los Cárpatos, a la sazón perteneciente al Imperio Austrohúngaro. (Czernowitz luego fue rumana con el nombre de Cernauti, después perteneció al Tercer Reich, luego fue incorporada a la U.R.S.S. Actualmente es Ucrania, mañana quién sabe…). Por avatares de la Gran Guerra la familia se estableció en Viena, ya en 1914; mi madre creció en Viena y se consideró vienesa siempre. Se casó con un húngaro, mi padre, y tuvieron dos niños, mi hermano, nacido en 1931, y yo, en 1933. Nací a las tres semanas de subir Hitler al poder y el día antes de la quema del Reichstag, de lo cual la semana pasada hizo setenta años.
Tenía yo seis cuando, al año del Anschluss, la anexión de Austria al III Reich (ll-3-l938), mis padres me mandaron a Budapest a casa de una tía, en primavera de 1939. Poco después mis padres y mi hermano se vinieron también a Budapest (pudimos hacerlo porque mi padre conservaba la nacionalidad húngara). Mi padre sin embargo, que tras haberse alistado voluntario en el Ejército austro-húngaro en la Primera Guerra Mundial, y haber caído prisionero de los rusos, había pasado tres años en Siberia (de 1917 a 192O), en ningún caso quiso vivir otra guerra: tras unos meses en Milán se estableció en Barcelona en 194O, provisionalmente según creía el, hasta podernos sacar de Hungría. Pero entre tanto había estallado la guerra, se cerraron las fronteras, y allí quedamos atrapados mi madre, mi hermano y yo.
Voy a pasar rápidamente por los primeros años de nuestra estancia en Budapest, años intensos y especialmente difíciles para mi madre que se vio sola con dos niños pequeños en un país cuyo idioma desconocía. "Señorita de buena familia", nunca había trabajado fuera de casa; ahora se ganaba la vida fabricando cinturones de fantasía en la cocina que de noche se convertía en taller, un oficio de emergencia que había aprendido en un cursillo acelerado antes de abandonar Viena. Los cinturones se exponían en el escaparate de una pequeña guantería que cobraba una comisión por su venta.
Mi hermano y yo íbamos a la escuela, y si no hubiera sido por la ausencia de mi padre y por las cartillas de racionamiento, probablemente poca cuenta nos habríamos dado de la guerra: en Hungría aún no había bombardeos. El régimen del almirante Horthy, proclamado regente en 1920, había ido recortando los derechos de los súbditos húngaros de religión judía mediante sucesivas leyes llamadas "leyes judías", que restringían su número en las profesiones liberales, la administración, la industria y el comercio, lo que dejó a más de 200.000 judíos húngaros sin medios de vida en 1939. Este número aumentó cuando por virtud de nuevas leyes, en 1941, llegaron a ser consideradas como judías unas 58.OOO personas que o eran conversas, o bien, siendo cristianas, tenían ascendencia judía.
Empezó a haber masacres con colaboración húngara: en Kamenets-Podolski la S.S., asistida por tropas húgaras, asesinó en el verano del 41 a unos 14.000 judíos, en su mayoría expulsados del área checoslovaca anexionada a Hungría; en enero del 42 mil más fueron masacrados cerca de la frontera yugoslava por la gendarmería y los soldados húngaros.
Pero los niños, entre clases y juegos, apenas nos ente-rábamos. De las leyes discriminatorias, creo que la primera que nos afectó fue aquélla por la que quedamos excluidos de la enseñanza media llamada "gimnázium", equivalente al bachillerato completo; los niños judíos nos tuvimos que conformar con un tipo de instituto llamado "burgués" [polgári, Realgymnasium] limitado a un primer ciclo y entre cuyas asignaturas no figuraba el latín, por lo que no facultaba para el acceso a los estudios superiores. El numerus clausus en Hungría ya había sido implantado en la universidad en 1920.
Con esto llegamos a la fatídica fecha del 19 de marzo de 1944. Hungría había entrado en la guerra al lado de las potencias del Eje, en parte por afinidad ideológica, al menos parcial (Horthy había tenido contactos con los nacional-socialistas desde 1922), en parte obligada por su situación geográfica. Unía su suerte a la de Alemania no muy a desgana, pues deseaba recuperar los extensos territorios perdidos tras la Paz de Versalles, en los tratados de Trianón, de 1920, parte de los cuales efectivamente recuperó a costa de Checoslovaquia (1938 y 1939), Rumanía (194O) y Yugoslavia (1941). Pero cuando la marcha de las operaciones militares cambió de signo y el frente soviético se fue acercando cada vez más a las fronteras del país, la política de Horthy se hizo ambigua. Hitler, sabedor de los contactos secretos del gobierno del primer ministro Kállay con los aliados, y descontento desde hacía tiempo de la lentitud con la que este gobierno moderado cumplía sus deseos relativos a la solución final de los judíos, ocupó militarmente el país: era la llamada "Operación Margarita".
En Hungría todo el mundo de mi generación recuerda qué hizo aquel 19 de marzo de l944, dónde estuvo y cómo supo la noticia. Por mi parte aquel día se asocia al recuerdo del encuentro, yendo yo por la calle con mi madre, con una parienta de mi padre, prima quizá, que vivía en el pueblo natal de mi familia paterna, Mágocs. Aquella señora le dijo a mi madre que, en el caso de que arreciasen las persecuciones contra los judíos, nos mandara, a mi hermano y a mí, a su casa, pues "en provincias -decía- es más fácil pasar desapercibido, nadie se ocupará de los judíos de una pequeña aldea". Mi madre agradeció el ofrecimiento, pero lo declinó, como más tarde desestimó también la posibilidad de que unas monjas nos ocultaran en un convento. En ningún caso quería separarse de sus hijos. Lo que nos tuviese que pasar, que nos pasase a los tres juntos.
Fue una suerte. Las redadas de los nazis no respetaban los conventos, y como en otros países ocupados por los alemanes, esos niños eran arrancados a los religiosos y mandados a los campos de exterminio. (Argumento de la excelente película Adieux les enfants, basada en un recuerdo de infancia de su director Louis Malle.) En cuanto a la salvaguardia de los judíos en provincias, fueron éstos los primeros en ser enviados a Auschwitz. Reunido Eichmann que había llegado a Budapest dos días después de la ocupación, con los recién nombrados altos funcionarios del Ministerio del Interior, impuso su criterio de empezar las deportaciones no por los judíos de la capital, sino por los de las provincias.
Entre el 14 de mayo y el 7 de julio fueron deportados, 437.402 judíos, casi todos a Auschwitz. Son cifras oficiales, del ministro plenipotenciario del Reich, Veesenmayer, y que coinciden grosso modo con las de otras fuentes. Muy pocos volvieron con vida. Mis pobres parientes del pueblo, en cuya casa mi hermano y yo habíamos veraneado en años anteriores, corrieron la misma suerte. Una sola persona sobrevivió de la numerosa familia.
Tras la ocupación de Hungría, Horthy siguió en el poder; sólo hubo un cambio de gobierno, siendo designado primer ministro el que a la sazón era embajador de Hungría en Berlín, Döme Sztójay (22 de marzo de 1944).
Enseguida comenzaron a implantarse las medidas contra los judíos, en parte ya ensayadas con éxito en otros países. Se decretó que a partir del 5 de abril todos los judíos debíamos llevar una estrella amarilla cosida en la ropa. Se suspendieron las clases en las escuelas, pues habían empezado los bombardeos de los aliados, pero aquel último día de clase, precisamente el día 5, los niños judíos todavía vivimos la humillación de ir a la escuela con el distintivo en el pecho: una estrella de David de seis puntas, de tela, cuyo tamaño reglamentario era de 10 por 10 cms.; la conservo hasta hoy como una reliquia.
Siguieron otras disposiciones: obligación de entregar los aparatos de radio; prohibición de usar coches, trenes, barcos, o de pasar de la plataforma y sentarse en los tranvías; el día 3 de mayo se suprimieron las cartillas de racionamiento para los judíos, el 25 se prohibió que entrasen en hoteles, restaurantes, cafés, cines, teatros; el 4 de junio de dispuso que los judíos sólo pudiésemos efectuar nuestras compras dos horas al día.
Los judíos varones entre los 16 y los 4O años ya desde 1941 tenían la obligación de incorporarse a unos llamados batallones de trabajo, siendo llevados desarmados al frente del Este (de los 50.000 estimados murieron unos 43.000 en estos trabajos forzados, gran parte cuando en enero de 1943 las las tropas soviéticas rompieron el frente del II Ejército húngaro cerca del río Don). Ahora en Budapest se recurrió a los niños judíos mayores de doce años para trabajos de desescombro, y mi hermano que tenía trece, cumplía ese servicio en días fijos: tenía su propia pala y con ella al hombro iba a trabajar. Una vez, apostados junto a la vía del tren, vieron pasar un convoy con judíos hacinados en vagones de carga precintados, por las rendijas asomaba alguna mano y se oían gritos pidiendo agua. Una úlcera de estómago que las emociones y temores le produjeron con el tiempo se le reproduce periódicamente hasta el día de hoy (y han pasado casi sesenta años).
Recuerdo una noche de bombardeos en que mi madre, angustiada, salió a buscarle -¿adónde?- y yo me quedé a oscuras en la ventana que daba sobre el Danubio hacia Buda. Al estruendo de las explosiones y a la fascinación del espeluznante espectáculo de las haces de luces de las fuerzas antiaéreas que buscaban en el cielo los aviones enemigos, se unía en mi interior el horror de la soledad, la idea: ¿y si mi madre y mi hermano no volvían nunca más?
El 15 de junio el Ministerio del Interior dispuso la concentración de los 220.000 judíos de la capital (más del veinte por ciento de la población) en unas dos mil casas, dispersas por la ciudad, señaladas con una gran estrella amarilla. Los habitantes no judíos de estos edificios podían seguir permaneciendo en sus viviendas; los inquilinos judíos debían retirarse a una sola habitación de su piso, y poner las restantes a disposición de sus correligionarios procedentes de casas no estrelladas, a razón de una familia por habitación. Mi madre quedó paralizada, colapsada ante la noticia: ¿qué hacer, adónde ir? Mientras un exceso de pastillas para las migrañas (un mal que sufría desde la adolescencia) la tenía aletargada en la cama, su mejor amiga, Joli, nos encontró una habitación en un barrio alejado del nuestro, en la parte Norte de la ciudad. Siguió el traslado de las pocas pertenencias que podíamos llevarnos -lo que cupiese en la habitación ya amueblada de la que íbamos a disponer en lo sucesivo-, y hallar un medio de transporte era casi imposible: doscientas mil personas estaban cambiando de domicilio. Alguien nos consiguió una carreta que empujamos a lo largo de los bulevares, como más tarde he visto muchas veces en las películas. Hoy me cuesta creer que entonces los protagonistas éramos nosotros.
La vida en nuestra casa estrellada de la calle de Visegrád, 15, marca el segundo período del judaísmo budapestino bajo la ocupación alemana, vida que era soportable sólo en comparación con lo que había de venir después... Las horas de salida permitida a la calle eran cada vez más restringidas y por fin se prohibieron del todo; se pasaba hambre y se vivía a merced de la casualidad, malvender lo que se podía, recibir ayuda de amigos cristianos o salir a la calle sin la estrella para procurarse alimentos, a riesgo de ser detenido. Dormíamos vestidos, con unos bolsos a la mano que contenían lo imprescindible, para bajar corriendo al refugio si sonaba la alarma, en ocasiones dos o tres veces por noche. Pasábamos días y noches en los refugios antiaéreos. Un bombardeo se llevó parte de nuestra habitación; ayudamos a desescombrar la casa de al lado; vimos cómo sacaban a los muertos; en el piso contiguo el anciano padre de nuestra amiga Joli, lo mismo que su nietecito, un bebé cuya madre carecía de leche, murieron de hambre.
La población no judía reaccionó mayoritariamente con indiferencia ante las persecuciones de sus conciudadanos judíos, sin embargo casi cada familia judía tenía un amigo no judío que procuraba ayudarla esporádicamente con víveres: a éste, en el lenguaje de la época, se le llamaba "goy -o gentil- modelo". Otros amigos o conocidos resultaron hipócritas y aprovechados: los perseguidos que les confiaban enseres y joyas se llevaron grandes decepciones cuando al final de la guerra sus pertenencias no les eran devueltas, con la excusa de los bombardeos o de los expolios de los soldados rusos en los primeros días de la liberación. Mi madre nunca recuperó unas joyas que había confiado a una vecina: un día vio que las llevaba puestas, pero la señora afirmó que mi madre se las había regalado.
Vivíamos en el terror permanente de ser deportados, los rumores al respecto eran tan terribles como la propia realidad. Una noche mi madre descosió las estrellas de nuestra ropa y junto a los dueños del piso salimos a la calle para ir a ocultarnos a casa de unos amigos de éstos: se había corrido la voz de que aquella noche seríamos deportados todos los habitantes judíos del edificio. Nunca olvidaré aquella noche (¿quizá el 15 de septiembre?). Sentados encogidos en un tranvía nocturno medio vacío, oíamos las exclamaciones de desprecio y de odio antisemita de los viajeros cuando, en la calzada junto a los raíles, aparecieron nutridos contingentes de judíos deportados, mujeres y niños con sus bártulos, marchando a pie, acuciados por la brutalidad de los soldados, hacia la famosa fábrica de ladrillos de Obuda, donde concentraban a los infelices destinados a Auschwitz (cuya existencia por descontado se ignoraba). Procurábamos poner cara de indiferencia, como si este odio no fuera con nosotros. A la vez cabía la pregunta, los viajeros que tan violentamente despotricaban contra los cerdos judíos, ¿no serían como nosotros unos judíos encubiertos que con sus invectivas trataban de disimular su condición?
Aquella noche dormimos todos en una casa no estrellada de la calle Práter, estirados en el suelo bajo unas ventanas que daban al "gang" o corredor típico de las casas con patio central: bajar las persianas hubiera podido levantar sospechas, así que había que dormir bien pegados a la pared bajo las ventanas, para que los vecinos que pasaran por el corredor no nos vieran. A la mañana siguiente regresamos a nuestra casa estrellada donde no había sucedido nada: había sido un rumor infundado como tantos otros.
Pese a estos sobresaltos, según los historiadores julio y agosto supusieron como un respiro para los judíos de la capital. El famoso "Auschwitz-Protokoll" llegado a Budapest desde Bratislava con un informe sobre aquel campo de exterminio, y completado con datos de la situación de los judíos húngaros, había podido ser enviado a Suiza, donde se publicó el 27 de junio. Una gran campaña pasó inmediatamente de la prensa suiza a la inglesa y norteamericana. Gracias a ella, directivos de diferentes comunidades religiosas cristianas se interesaron por vía oficial por la suerte de los judíos, lo mismo que los ministros de Asuntos Exteriores Anthony Eden, de la Gran Bretaña, y Cordell Hull, de los Estados Unidos, a cuyas voces se unieron luego las de Franklin Delano Roosevelt y de Gustavo V de Suecia, amén la de la Cruz Roja Internacional, y otras, si bien encubiertas, del papa Pío XII. Unos expresaban su preocupación, otros su protesta formal, exigiendo del regente Horthy el cese de las deportaciones. Éste por el momento las suspendió (8 de julio), pues los aliados le advirtieron que al terminar las hostilidades le pedirían responsabilidades por el exterminio del judaísmo húngaro como criminal de guerra. Horthy destituyó a Sztójay y formó otro gobierno menos servil a los alemanes, presidido por el general Géza Lakatos que duró de la segunda mitad de agosto hasta la primera de octubre. Con todo, Lakatos declaró la guerra a Rumanía (4 de septiembre), después de que este país se uniera a la causa de los aliados.
Un nuevo y todavía más duro período para los judíos comienza el 15 de octubre (seguimos en el año 44). Tras el fracasado intento de Horthy de desvincular Hungría de las potencias del Eje, los alemanes lo obligaron a dimitir y apoyaron la subida al poder del partido de los "cruces flechadas" de Ferenc Szálasi cuyo gobierno impuso un declarado terror antijudío. Eichmann, quien por deportar a los judíos de dos poblaciones contraviniendo las órdenes de Horthy, había tenido que abandonar el país (24.VIII.), retorna ahora a Budapest (l7.X.), ya para proceder por fin a la deportación masiva de los judíos de la capital.
Nuevamente las leyes obligan a los judíos a cambiar de domicilio, la mayoría son constreñidos a engrosar la población del ghetto, mientras una populosa minoría logra unas llamadas "cartas de protección" de las legaciones de algunos países neutrales: Suiza, Suecia, España, Portugal y el Vaticano. Las acciones de rescate del cónsul suizo Carl Lutz y del primer secretario de la embajada sueca Raoul Wallenberg otorgan protección a un gran número de personas que esperan escapar a la deportación, el sino de los encerrados en el ghetto. El ghetto era el principio del fin, aunque se ignoraba cuál era en concreto la suerte de los deportados.
Las legaciones extranjeras concentran a sus protegidos en unas casas que gozan de la salvaguardia de la respectiva embajada: de ahí que se hable de casas protegidas suizas, suecas, etc. El conjunto de estas casas, unas 130, se llamó “ghetto internacional” aunque no llevaba empalizada alguna; estaban ubicadas en un mismo barrio, en el Distrito V, al norte del Bulevar Szent István (San Esteban).
El joven cónsul suizo se encargaba a la vez de los intereses de trece Estados, entre ellos la Gran Bretaña, respetabilidad que le daba un mayor poder de acción. Carl Lutz oficialmente libró 7.800 "pasaportes de protección" (Schutzpässe), pero en sus 77 casas protegidas vivían unas 23.000 personas, mientras según algunas fuentes otras 40-45.000 poseían documentos suizos en el mismo ghetto o gozaban de su protección en casas particulares, en locales de la Embajada o de la Cruz Roja. Los documentos suizos, muchos de ellos falsificados por la resistencia judía, jalutsim sionistas, con conocimiento y colaboración tácita de Lutz, debido a su proliferación muy pronto perdieron su eficacia.
Por su parte Raoul Wallenberg estableció treinta casas protegidas suecas, ocho la Legación de España, dos Portugal y siete el Vaticano, por orden del nuncio apostólico Angelo Rotta: eso afectaba especialmente a aquellas personas de fe católica que según las leyes raciales seguían siendo judías. El Salvador extendió unos 800 pasaportes y Nicaragua 500. Finalmente cabe añadir una larga serie hospitales, clínicas, asilos y hogares infantiles establecidos por la Cruz Roja Internacional y la Cruz Roja Sueca.
Con mi padre residente en Barcelona desde 194O, nosotros obtuvimos una carta de protección de la Legación de España, y nos trasladamos en noviembre a un entresuelo de la "casa española" del Parque de San Esteban, 35. Nuevamente la mayor parte de nuestras cosas, o lo que quedaba de ellas, las tuvimos que abandonar en la casa estrellada, ya que en nuestro nuevo refugio (pues ¿cómo llamarlo hogar?) éramos 51 personas, creo, en un piso de comedor, dos habitaciones y cuarto de criada. Nuestra habitación era soleada y bella, daba al parque y con vista hacia el Puente Margarita, pero en ella vivíamos 11 personas. Se dormía en el suelo, incluyendo pasillos, cocina, etc. En la ciudad dejó de haber fluido eléctrico permanente, gas, y según como agua, las condiciones higiénicas eran indescriptibles, luchar contra el piojo de la ropa era imposible; las ventanas dobles, habituales en Hungría, carecían ya de cristales debido a los bombardeos, y estábamos en pleno invierno. Afortunadamente creo que fue un invierno benigno para aquel clima centroeuropeo.
Las tropas soviéticas, desde el 7 de octubre ya a 150 kms. de la capital, no llegaron a las afueras de la ciudad hasta finales de noviembre. La protección real por parte de las legaciones en tales circunstancias, con los persistentes bombardeos y el fuego cruzado de los cañones, era forzosamente relativa; también hay que tener en cuenta el exiguo número del personal de las embajadas en relación a las decenas de miles de protegidos. Los nazis, tan pronto las S.S., como los "cruces flechadas" o "flechacruces" del partido nazi húngaro, efectuaban frecuentes redadas por las casas protegidas y se llevaban a quienes querían. De todas formas las veces que aparecían para deportarnos a todos en bloque, más de cuatrocientas personas (dándonos unas horas para recoger y formar en la plaza delante del edificio, generalmente de noche), se mandaba aviso a la Legación, y alguien se personaba sin tardanza en la casa protegida para parlamentar. Los porteros de las casas protegidas españolas disponían de teléfono, y generalmente colaboraban con la Legación. Afortunadamente en todas las ocasiones la Legación logró el levantamiento de la orden.
Uno de los problemas principales en las casas protegidas era el hambre, aunque la necesidad hacía que algunas personas salieran a procurar alimento para su familia, sin la estrella y pese a la prohibición, aprovechando la noche o las alarmas aéreas - generalmente con éxito, ya que la confusión en la capital, cercada o casi, era cada vez mayor (a principios de diciembre sólo quedaba un corredor por el lado de Buda, por donde los nazis y sus simpatizantes huían hacia el Oeste, hacia el Reich). Ocasionalmente la Legación española mandaba algún camión con víveres, sacos de legumbres secas como lentejas y alubias, harina, quizá alguna vez pan. Todo era escrupulosamente pesado y repartido. La cantidad que tocaba a cada uno era, como es natural, mínima, dado que se trataba de una casa de cinco plantas, con muchos pisos repletos de gente.
Me consta que los españoles, con el encargado de negocios Ángel Sanz Briz y luego Giorgio Perlasca al frente, hicieron lo que podían (con todo, el personal de la legación era predominantemente húngaro). Un chófer de la legación murió, alcanzado en un bombardeo o por el fuego de cañones en una de estas acciones de socorro. Sólo salir a la calle era ya expuesto, y por otra parte, había otras siete “casas protegidas" para atender, además de la nuestra.
Aquí es de estricta justicia que haga un inciso acerca de los dos dignísimos personajes mencionados. Ángel Sanz Briz. Nacido en Zaragoza en 1910, había ingresado en la carrera diplomática en 1933; en el momento de su gestión a favor de los judíos de Budapest contaba 34 años de edad. Terminada la guerra, su Ministerio lo destacó a diversos lugares de Europa y de América. Fué cónsul general en Nueva York en 1962, luego embajador en Lima, en La Haya y en Bruselas. Abrió la primera sede diplomática española en Pekín en 1973. En el momento de su fallecimiento, en l980, era embajador de España ante la Santa Sede.
No tenemos tiempo de entrar aquí con detalle en el tema de si la salvación de los judíos en Budapest y en otros lugares era mérito o no de Franco y de su régimen. Mi opinión es que la gloria -bien podemos llamarla así- de la acción salvadora, difícil, arriesgada, valiente, a contrapelo de las fuerzas de ocupación, corresponde exclusivamente a la iniciativa y voluntad de unos diplomáticos de extraordinaria valía humana, pues nunca existió una política franquista generalizada para salvar a judíos. No lo hacían a espaldas de su gobierno, por ejemplo Sanz Briz informaba semanalmente al Ministerio de Asuntos Exteriores de sus gestiones, del trato inhumano que recibía la minoría judía húngara y del destino que la esperaba. No me cabe duda de que Franco jamás sintió ningún asomo de simpatía por los judíos, aunque estaba dispuesto a distinguir entre el judío común y el judío sefardí que conservaba el habla española. No se conoce ningún documento en el que Franco diera orden de proteger a los judíos, y aún en su lecho de muerte clamaba contra el “contubernio comunista-judeo-masónico”. Pero no es imaginable que ignorase lo que unos pocos diplomáticos españoles, entre los cuales Sanz Briz ocupa el primer lugar, realizaban en los lugares donde estaban destacados. Dejaba hacer, porque era un político previsor y astuto. A nadie se le escapaba, en el 1944, que las potencias del Eje habían perdido la guerra, y a Franco le interesaba tener la coartada de haber salvado a algunos miles de judíos, para poderse lavar la faz ante los aliados; argumentos de los que ciertamente hizo uso en Washington tras la rendición alemana.
Cuando las tropas soviéticas pusieron cerco a Budapest, Sanz Briz, siguiendo instrucciones de Madrid, abandonó Hungría para establecerse en Berna. Y aquí surge otro hombre extraordinario, el también cristiano Giorgio Perlasca, un italiano nacido en Como, el mismo año que Sanz Briz, l9l0. Aventurero, fascista, soldado voluntario en Abisinia, a continuación en la Guerra Civil española a favor de los nacionales, luego representante de comercio acomodado. En los Balcanes era tratante de ganado a gran escala y suministraba carne bovina, reses unas vivas otras ya sacrificadas, para el ejército italiano. Ya en Hungría era buscado por los alemanes, pues desaprobaba la entrada de Mussolini en la Guerra Mundial al lado de Hitler, especialmente desde que en Belgrado tuvo ocasión de ver cómo los judíos eran maltratados. Sanz Briz, para ponerlo a salvo de la S.S. le dio pasaporte español, y Perlasca, ya concienciado, se convirtió en colaborador eficaz de Sanz Briz en la labor salvadora de su protector.
Pocas semanas más tarde, a la marcha de éste (30.XI.), el l de diciembre, sin atribuciones de ninguna clase, pero disponiendo del sello con la firma de Sanz Briz, Perlasca tomó a su cargo la Legación de España. Se hizo pasar por diplomático español ante las autoridades, con frecuentes visitas al ministro del Interior a quien exigía la extraterritorialidad de las casas españolas. Nadie se dio cuenta de que usurpaba el cargo y con su valentía salvó a miles de judíos húngaros, continuando en su puesto hasta la liberación de la ciudad, con la Legación llena de judíos a los que mantenía ocultos. Una historia increíble, la del impostor con óptica de cristiano verdadero. Tras la guerra, la Comunidad Israelita de Budapest le rindió un homenaje, Perlasca regresó a Italia y durante más de 40 años no se supo de él.
El Instituto de Investigación y de Documentación del Holocausto, llamado Yad Vashem, de Jerusalén, honró tardíamente la memoria de ambos diplomáticos, el auténtico y el falso, mediante la plantación de sendos árboles con sus placas conmemorativas en la llamada Avenida de los Justos, sita en el Monte del Recuerdo de la Ciudad Santa, dedicada a los no judíos que, arriesgando su vida, salvaron a judíos durante las persecuciones. Sanz Briz ya no alcanzó vivir este homenaje (el título de "Justo" fue entregado a su viuda en Madrid, por el embajador de Israel, en l989), pero Perlasca, localizado pobre y anciano en Padua en l988, aún vivió unos pocos años de reconocimiento internacional, con homenajes en Budapest, Washington, Jerusalén, Roma y sostén económico. En 1991 el Rey Juan Carlos I lo designó Comendador de la Orden de Isabel la Católica, una distinción un tanto paradójica para un salvador de judíos… Falleció en l992, a los 82 años de edad. Mi hermano, obedeciendo a un impulso irrefrenable, aún lo visitó en Padua el verano anterior. En Italia Perlasca se ha convertido en los últimos años en personaje histórico ampliamente conocido, más de cien poblaciones tienen calle que lleva su nombre y tras diversos documentales televisivos se ha filmado un largometraje de acción, titulado “Perlasca, un héroe italiano”, en parte basado en su diario, reproducido en castellano en la apasionante biografía titulada “La banalidad del bien”, cuyo autor es Enrico Deaglio (Editorial Herder).
Entre Angel Sanz Briz y Giorgio Perlasca, salvaron alrededor de 5200 judíos, personas que no eran ni de su país, ni de su religión. Mi hermano y yo tuvimos la suerte y el honor de poder asistir el 16 octubre de 1994, cincuenta años después de los acontecimientos, a unos actos en homenaje de Angel Sanz Briz en Budapest. Primero en la Embajada de España, luego en el Parlamento de Hungría, donde se impuso a su viuda Adela Quijano la Orden del Mérito de Civil, finalmente delante de la misma casa en la que nosotros sobrevivimos, y donde aquel día el Presidente de la República Húngara y Javier Solana, a la sazón ministro de AA.EE. de España, desvelaron una placa en recuerdo del Encargado de Negocios español. Correos de España ha sacado un sello con su efigie en diciembre de 1998, con la inscripción, sacada del título de honor israelí, “Justo de la Humanidad”. Lamentablemente no existe estudio todavía de la vida de Angel Sanz Briz, salvo una biografía novelada de Diego Carcedo. Quizá sea por un punto oscuro de su biografía: según el historiador Gonzalo Álvarez Chillida el ministro Castiella obligó a Sanz Briz a declarar, en 1963, que la acción salvadora en Budapest lo había llevado a cabo por “iniciativa directa y exclusiva de Franco”, lo cual era mentira. La historiadora Maite Ojeda incluso halló en Washington una carta de Sanz Briz, dirigida a Perlasca, carta en la que declara que lo que hizo en Budapest, era exclusivamente iniciativa suya.
Después de este largo inciso, volvemos al año 1944. El l0 de diciembre se procedió al cierre de los accesos del ghetto. Nunca antes en la Historia había habido ghetto en Budapest. Sí juderías medievales o renacentistas, pero nunca un ghetto cerrado. Establecido ahora precipitadamente en la parte más densamente habitada por judíos de la ciudad, y una de las más pobres, hacinaba tras sus empalizadas o muros a unas 70.000 personas.
Nosotros por fortuna no conocimos las condiciones ciertamente inhumanas que reinaban en el ghetto, con los cadáveres amontonados y sin sepultar por las calles y plazas, y en este sentido podíamos sentirnos privilegiados. Sin embargo, ¿quién es capaz de medir los grados de la humillación, del hambre, del miedo? Los bombardeos seguían, y los había de todas clases, bombardeos a días fijos y a noches fijas (se sabía qué días de la semana venían los aviones rusos, los ingleses, los americanos); había bombardeos esporádicos e imprevistos; bombardeos con objetivos, como fábricas, cuarteles, estaciones de ferrocarril, y bombardeos llamados "de alfombra" que arrasaban zonas enteras como quien extiende un tapiz.
Al principio aún podíamos bajar al sótano, luego a los que vivíamos en los pisos bajos se nos prohibió hacerlo, pues no había sitio para todos y se consideraba que los habitantes de los pisos superiores corrían mayor peligro. Desde la ventana contemplábamos los bombardeos de Buda, al otro lado del río, para salir corriendo de la habitación cuando venían los cazas que ametrallaban el interior de las habitaciones volando bajo sobre la orilla del Danubio. Con ocasión de un raid mi hermano, para escapar hacia el pasillo, atravesó de cabeza una puerta de cristal, quedando ligeramente herido en un brazo; aquel día hubo en el piso cuatro heridos graves que vimos sacar bañados en sangre.
A los demás sinsabores se añadía la múltiple agresión acústica. En la plaza, bajo la ventana de nuestro entresuelo, cañones alemanes vomitaban fuego antiaéreo o quizá sobre lejanos objetivos de la otra orilla. Aprendimos a dormir con aquello, como dormíamos con las explosiones, los gritos, los lloros, el traqueteo de las ametralladoras; pero estábamos despiertos una noche cuando una anciana se lanzó al vacío desde uno de los pisos de arriba: nunca olvidaré el ruido sordo de aquel cuerpo estrellándose contra la acera. Era una de aquellas noches en las que la S.S. fijaba una hora para que todo el mundo estuviera listo para partir, no se sabía adónde, concretamente la noche del 4 al 5 de enero, víspera del cumpleaños de mi madre que recorría el piso dando ánimos a la gente y afirmando con una extraña fe: "Es mi cumpleaños, hoy no nos puede pasar nada". Efectivamente la orden fue suspendida. Por diez días aquella desdichada anciana no vivió la liberación. Cincuenta años más tarde encontré una mención de ese suicidio en el Diario de Perlasca.
Los alemanes ya se batían en retirada. Se habían suspendido las "marchas de muerte" (deportaciones a pie hacia Hegyeshalom, la frontera de Austria) y también los transportes por tren de los condenados al exterminio: las vías de tren se necesitaban para evacuar material y soldados. Pero seguían las matanzas en la ciudad, salvajes y arbitrarias. De las más conocidas son las de judíos llevados a orillas del Danubio: se maniataba a las víctimas de dos en dos, incluso niños, se disparaba sobre ellos para que cayeran al agua, o sobre los bloques de hielo flotantes, vivos o muertos. A veces sólo se fusilaba a los varones a la vista de las mujeres que luego podían regresar a sus casas; así murió un tío mío en presencia de mi tía. La película sobre Perlasca reproduce una de esas masacres.
En su retirada los alemanes fueron volando uno a uno los hermosos puentes sobre el Danubio: desde la ventana pude contemplar cómo el puente que unía en ángulo ambas orillas con la punta sur de la isla Margarita, saltaba al aire para luego caer al agua. Un día cayó un paracaidista sobre la casa, no sé de qué bando, ni lo que fue de él, recuerdo que se asocia al incendio de los dos pisos superiores del edificio.
El 15 de enero de 1945 hicieron su aparición en nuestro bloque los primeros soldados rusos. Era realmente la liberación, pues sin duda la llegada del ejército soviético nos salvó la vida, como tres días más tarde la de los judíos del ghetto.(El escritor húngaro Béla Illés, oficial del ejército ruso, que a través de las alcantarillas logró penetrar en el ghetto con 22 soldados, describe aquella vivencia. También disponemos de los recuerdos del historiador Jenö Lévai, consignados en su diario.)
En mis recuerdos, el alivio por el cese de las persecuciones se une al horror inmediato y a la anarquía de los primeros días: el pillaje, las violaciones, y el alegre saqueo de las tiendas por parte de la población civil. Se empezó por los alimentos y se acabó por robarlo todo. La comida hallada era poca, pero en la casa hacían su aparición los objetos más insólitos y más inútiles, y se trocaba todo por todo. De pronto mi madre me preguntó, si quería un acordeón que le ofrecían a cambio de su jersey, el único que le quedaba; era un sacrificio más que mi madre estaba dispuesta a hacer, pero al mismo tiempo yo la miraba decepcionado: ¿cómo podía ofrecerme un instrumento tan "vulgar"? Yo siempre había deseado un piano...
Luego se dijo que las autoridades militares habían permitido a las tropas victoriosas que se desfogasen a su aire durante tres días, no sé si esto es cierto. En nuestra casa un número determinado de mujeres más o menos jóvenes era requerido para bajar al sótano "a pelar patatas" - todo el mundo sabía lo que eso quería decir. Se supo que los mismos soldados vendrían a escogerlas y unas vecinas de edad disfrazaron a mi madre de mujer mayor y enferma. Con sus 45 años seguía siendo atractiva; ahora mamá, desgreñada y con la cara tiznada de un gris mortecino, se metió en la cama simulando estar en las últimas. Recuerdo que a mi hermano y a mí nos acostaron a su lado y yo me agarraba a ella temblando; los rusos que pasaron revista al piso la vieron y la dejaron estar. - Pero la solidaridad tenía sus límites: alguien por fuerza tenía que bajar al sótano, y las mujeres burguesas del piso decidieron que le tocaba hacerlo a cierta mujer joven, de una extracción social inferior, persona algo gruesa que al vivir con nosotros sola, no tenía familia que saliera en su defensa. Aquello me impresionó mucho: el nombre de aquella chica, Manci, es el único que recuerdo de toda aquella masa de gente con la que compartíamos el piso.
Al cuarto día de la ocupación se impuso el orden, creo que había toque de queda, y desde luego en la capital cesó la barbarie casi inmediatamente (me refiero al comportamiento del ejército invasor). En el campo, donde la vigilancia de las patrullas militares era más difícil, se seguían viviendo tropelías esporádicas durante tiempo: yo mismo presencié el intento de violación de una muchacha en una granja aislada en la que pasé algún tiempo trabajando aquel verano del 45. Una campaña llamada "Auxilio Nacional" repartía a los hambrientos niños de la capital entre campesinos de provincias, que los acogían voluntariamente para que las demacradas criaturas comieran a sus anchas y se librasen de la persistente escasez de la capital. Muchos aldeanos acogieron a los niños huéspedes y los hacían jugar con sus propios hijos, sin hacer diferencias. En otros lugares se explotaba a los niños sin contemplaciones, obligándolos a trabajar de sol a sol. Mi hermano y yo vivimos ambas experiencias. Nos habían separado, pero nos podíamos ver los domingos. Lleno de grandes furúnculos de pus que me habían salido en el cuello y en la planta de los pies, consecuencia, según se decía, de la mal superada desnutrición del año anterior, apacentaba las vacas descalzo con los pies llagados, limpiaba el gallinero y la pocilga, o desgranaba panochas secas en el desván hasta que me salía sangre en la palma de las manos. Pero todo esto ya es otra historia.
Unas cifras globales relativas a las víctimas del judaísmo húngaro. De los 825.OOO judíos estimados que vivían en las nuevas fronteras del país hacia 1941, perdieron la vida unos 565.OOO, cifra que incluye a unos cien mil de la capital. En Budapest salvamos la vida cerca de 25.OOO en las casas protegidas, 69.OOO en el ghetto, más unos 2O.OOO entre los que volvieron de los destacamentos de trabajo y los que sobrevivieron a los campos de concentración. A estas cifras hay que añadir a algunos miles más que habían pasado aquellos meses en algún paradero oculto o bien lograron hacerse pasar por cristianos. Todas estas cifras varían según las fuentes, pero se da por seguro que se salvó algo más de la mitad de la población judía de la capital.
Nosotros escapamos con vida, lo mismo que algunos tíos míos que ya fallecieron, y primos con los que, quizá debido a aquellas experiencias comunes entre 1939 y 1945, nos sentimos extraor-dinariamente unidos, pese a que nosotros vivimos desde 1947 en Barcelona, a dos mil kilómetros de distancia. Pero muchos de mis parientes no tuvieron la misma suerte: entre los más próximos mi prima preferida acabó en Auschwitz, y su padre era de los que fueron lanzados al Danubio atados de dos en dos. Otro primo mío que formaba parte de un destacamento de trabajo de judíos húngaros en el frente ruso, nunca regresó, como no regresaron los ya mencionados parientes de la aldea natal de mi padre. Pero las víctimas entre mis parientes y allegados por parte de madre fueron mucho más numerosas: mi madre una vez confeccionó una lista, encabezada por su hermana y su propia madre (mi abuela), y el número de los desaparecidos, de los que nada más volvimos a saber una vez finalizada la guerra, de Viena, Lemberg (Lvov), Cracovia, etcétera, ascendió a 1O6.
Antes de acabar, quisiera volver la vista sobre los niños. ¿Cómo era nuestra vida, la de los niños, en la casa estrellada primero, y más tarde en la protegida española? Los sobresaltos formaban parte de lo cotidiano y apenas si interrumpían nuestros juegos y entretenimientos: pasaban meses sin que pudiéramos salir a la calle, pero no recuerdo que nos aburriéramos nunca. Teníamos la pasión de las colecciones de sellos, intercambiábamos sellos y para completar las series cada uno se especializaba en determi-nados países. Dibujábamos, jugábamos a las cartas, al ajedrez y recuerdo que en la habitación de al lado un chico daba clases de inglés a otro más joven. Leíamos mucho y hasta puedo rememorar mis lecturas que iban de los clásicos húngaros a Mark Twain y Wodehouse; releía y clasificaba antiguas cartas de mi padre de cuyo aspecto sólo me acordaba por las fotos: tenía entonces once años y había dejado de verle a los seis.
Todo servía para entretenernos, y de la preocupación básica, el miedo por nuestras vidas, nos distraía lo inmediato: el picor de los piojos, la cola del único water del que disponíamos varias docenas de personas, o el hambre (lo extremo que recuerdo al respecto fueron cuatro días durante los cuales mamá, mi hermano y yo estirábamos el contenido de nuestro postrer tesoro: los restos de un tarro de mermelada). Otra distracción podía ser el último rumor de una emisión de la BBC, escuchada clandestinamente por alguien cuando había electricidad, o bien por los porteros o algún vecino cristiano, noticias sobre el avance de los aliados, concretamente de las tropas soviéticas, esperadas con ansia indescriptible.
Quizá todo esto les sugiera la misma pregunta que a mí, una pregunta con la que, si me permiten, nos remontamos por un momento del plano de lo anecdótico. En efecto, cabe preguntar: el sufrimiento, ¿los niños lo experimentan de un modo peculiar, distinto del de los adultos?
La respuesta es que, a mi juicio, en situaciones extremas como las descritas, los niños gozan con respecto a los adultos de algunas ventajas. Creo que:
1) se distraen más fácilmente, y pueden pasar largos ratos entretenidos sin preocupaciones ni temores: la posibilidad del juego pese a nuestro hacinamiento estaba casi siempre presente - en este sentido la inventiva de los niños es inagotable.
2) Los mayores sufren más, porque tratan de comprender permanen-temente y no consiguen hacerlo. Los niños conciben el mundo como algo grande y misterioso, región casi mítica, cuya entrada intuyen como algo lejano, "el mundo de los mayores". Sienten y asimilan perfectamente lo que es la injusticia, pero habitualmente carecen todavía de la capacidad de abstracción necesaria para concebir esa sinrazón de dimensiones más amplias que es el destino.
3) Otra ventaja de los niños es carecer de responsabilidad alguna con respecto a sus vidas y a las de otros: los mayores sí sufren bajo esa responsabilidad, se ven obligados a tomar decisiones de las que puede depender lo que les vaya a acaecer a ellos y a sus hijos. Un símil: a los niños los lleva el mar con el vaivén de las olas, los adultos, a merced de los mismos elementos, luchan, si pueden, con los remos y el timón.
4) También es cierto que, en lo posible, los niños son mantenidos en la ignorancia con respecto al verdadero alcance de cada situación. Sus padres hacen cuanto pueden para que aliente en ellos la esperanza, aun cuando ellos ya han pasado por el trance de perderla (un ejemplo ya clásico es La vida es bella). La sensibilidad de los niños logra penetrar la verdad en muchos instantes, pero el deseo de creer y de confiar es grande, como es la misma fe que depositan en los padres: viven convencidos de que de un modo u otro los padres los salvarán en el momento crítico y los sacarán de apuros.
Quizá esta visión les parezca un poco optimista. Como es obvio, se trata de meras conjeturas, pues ¿quién es capaz, salvo tal vez un Janusz Korczak, de meterse en la piel y el alma de un niño? Sin embargo, yo creo que las diferencias enunciadas convergen en que la aflicción global de un niño, en circunstancias de igual indefensión, es menor que la de un adulto. Lo que no quiere decir que en un momento dado, en un instante concreto, un niño no pueda sentirse tan desesperado, desesperanzado y aniquilado como un adulto.
Estoy hablando de niños que en tan terribles circunstancias tienen la suerte de tener, al menos, a uno de sus progenitores a su lado. Con todo lo que les llevo contado, yo, con mi madre y mi hermano al lado bajo los nazis, nunca lo pasé tan mal, ni nunca lloré tanto, como ya bajo los rusos, cuando me tocó trabajar de sol a sol en el campo en aquella granja perdida y quitando la dueña de la granja, una mujer dura y seguramente amargada, no tenía a nadie. Estaba lleno de pústulas y no me atrevía a conciliar el sueño por las noches, pues una y otra vez soñaba que buscaba a mi madre y nadie la conocía ni sabía de ella, o me abría paso entre la gente preguntando y nadie me veía ni me contestaba. Me despertaba sobresaltado y como oyendo una voz: “Nunca más la verás”. Mi vida ya no corría peligro y no me faltaba comida, pero nunca ni antes ni después me he sentido más desgraciado. Por eso pienso que quizá la mayor de las penas, para un niño indefenso, sea la soledad.
Queda por contestar la última pregunta apuntada en la Introducción: ¿cómo sobrevivir sin amargura? Si no existe receta alguna es porque el remedio, en especial en los niños, no depende de la voluntad. Depende, al menos en buena parte, del carácter. Las naturalezas abiertas siempre superarán las experiencias lacerantes, las desdichas, más fácilmente que las naturalezas cerradas. Yo he tenido la suerte de que siempre pude hablar de lo vivido, con espontaneidad, muchas veces con una sensación de asombro que me permitía y me permite contemplar las vivencias con cierto distanciamiento. Eso es algo que no se aprende, aunque hay terapias para habituar a los pacientes a abrirse. ¿Pero qué niño tiene ocasión de beneficiarse de una terapia, y eso antes de cubrir su sufrimiento de un caparazón que lo proteja, convencido de que tampoco nadie lo va a comprender? He conocido a muchos supervivientes del Holocausto que nunca han conseguido contar nada de lo vivido y padecido, ni siquiera a la propia esposa, ni aunque ella misma fuera superviviente, lo que en teoría debería haber facilitado las cosas. Pero ya de niño han reprimido y hundido su “Prestige” en las profundidades y de allí aflora de vez en cuando esa marea negra, esa pus que jamás han conseguido ni limpiar, ni enquistar. Ataduras del alma a veces se aflojan en la vejez, de ahí la cantidad de libros de memorias que van apareciendo en estos años, personas de edad que intentan y a veces logran librarse del lastre dejando constancia de sus azarosas y malhadadas vivencias sobre el papel, y aún así muchas veces las depositan en un banco con la condición de que no se abran hasta al cabo de décadas: temen, y creo que es un error, que lo contado vaya a influir negativamente sobre la fe en la vida de sus hijos o nietos.
Y aquí acabo. No sé hasta qué punto lo escuchado habrá correspondido a lo que ustedes esperaban oir. Nuestra memoria no retiene las cifras, ni nuestros recuerdos distinguen lo esencial de lo accesorio. He intentado que en esta hora larga tuviera cabida un poco de todo: las vicisitudes de unos refugiados austríacos, las persecuciones raciales de una minoría, los sufrimientos de una población civil de una metrópoli sitiada, la acción salvadora y mancomunada de una serie de representaciones diplomáticas neutrales, cosa que desgraciadamente no se dio ni antes, ni más tarde, en todo el resto del siglo (y no faltó ocasión, en Yugoslavia, por ejemplo). Las dos ocupaciones militares extranjeras de un pequeño país en el breve lapso de diez meses. Quizá ustedes no regresen a sus casas con más conocimientos, ni conserven recuerdos concretos de lo escuchado, un conglomerado que emerge de la memoria, no se sabe de dónde, al cabo de más de medio siglo. Pero si he logrado transmitir algunas de las angustias de un niño, me doy por satisfecho.
JAIME VÁNDOR
6 de marzo de 2003

Nenhum comentário:

Postar um comentário

Observação: somente um membro deste blog pode postar um comentário.